.

jueves, 18 de diciembre de 2014

CON LOS NÓMADAS DEL KIRGUISTÁN


La vida no es fácil en Kirguistán, país montañoso de Asia central, sin salida al mar, que comparte fronteras con China, Kazajastán, Tayikistán y Uzbekistán. Por eso su gente es muy especial y atractiva de conocer, tanto la de la capital, Bishkek, como, sobre todo, la de las estepas, los nómadas que viven en yurtas y montan caballos salvajes.
Desembarcar en la capital no es la mejor manera de descubrir de entrada el alma del país. Bishkek parece un pueblo rural donde se mezclan viejas casuchas destartaladas, monótonos y uniformes bloques de pisos grises y oxidados armazones industriales. Solo contrasta el centro, baluarte de la impronta soviética: a orillas de sus avenidas demasiado anchas abundan los monumentos de heroicos combatientes de la causa y las estatuas marciales de los próceres del socialismo, incluyendo al propio Lenin. Pero recorrer este barrio artificial permite observar ya una característica propia de los kirguises: el sentido del término medio. Así, los que querían derrumbar la estatua de Lenin, que reinaba en la plaza principal, y los que se oponían llegaron a un acuerdo salomónico: trasladar la estatua de la discordia a una plaza más pequeña. Igual con el Museo Histórico, inicialmente destinado por los soviéticos a retratar la historia del comunismo con una profusión de fotos, artículos y ejemplares de prensa. Todo se ha mantenido tal cual en la primera planta… pero las nuevas autoridades han añadido una segunda que relata la historia del país desde el siglo III antes de Cristo, en la época de sus primeros moradores, los escitas. Y es que el debate sobre el pasado comunista no parece provocar aquí las mismas pasiones excluyentes que en otras ex repúblicas soviéticas: Kirguistán buscó el apoyo ruso para protegerse de sus vecinos inmediatos más poderosos. Y no es inusual ver a sus habitantes echar de menos la época de la URSS, cuando los kirguises tenían la sensación de pertenecer a una entidad con peso internacional… y recursos para mejorar sus infraestructuras.
Pero volvamos al presente y hagamos como los habitantes de Bishkek: cuando se aproxima el verano, huyen los fines de semana del calor sofocante de la ciudad para refugiarse en las alturas cercanas. ¡Por fin las montañas kirguises! Por ejemplo, las del cercano Parque Nacional de Ala-Archa. Detrás de los enormes abetos se perfilan ya los primeros de estos picos nevados que abundan en toda la geografía nacional. Aquí vienen las familias con los niños a disfrutar de una barbacoa. Un grupo de viejitos, varios con el cónico y blanco sombrero kirguiz, canta y baila al sonido de un acordeón. No tardan en invitar al extranjerou a juntarse a la fiesta y a tomarse unos vodkas rusos en su yurta. Yurta: ¡la palabra más repetida! ¡El alma del pueblo kirguiz! Por más que se empiecen a convertir a la vida sedentaria, los habitantes de este país tienen el nomadismo anclado en sus genes. Gran parte de ellos siguen pasando los veranos en sus yurtas vagabundeando de pasto en pasto. Si se construyen una casa, no dejarán de instalar una yurta en el patio. Y cuando muere un kirguiz, su cadáver pasará 24 horas (a pesar de los preceptos coránicos) en su yurta antes de ser enterrado. Es habitual, por lo demás, ver armazones de yurtas en los cementerios como monumentos funerarios.



Montañas y caballos
Apenas sale el viajero por la ruta que lleva al sur de Bishkek y se encuentra ya inmerso en el Kirguistán profundo: serpentea por un cañón cada vez más estrecho en medio de montañas multicolores, de enormes rebaños de ovejas y de manadas de caballos salvajes. Una subida cada vez más vertiginosa lleva al túnel de Töö-Ashuu, que permite evitar un puerto de 3.500 metros de altura cerrado en invierno. Difícil no parar arriba para contemplar la sinfonía de verdes del valle de Suusamyr: lo saben los vendedores que instalaron allí su inevitable yurta para vender queso y kumis, una especie de kéfir que constituye casi la bebida nacional. El valle se abre tras la bajada y se llega, a 1.800 metros, al pueblo de Kyzyl-Oi, un nombre que significa “cuenca roja” y que alude al sorprendente color, casi reluciente, de las montañas que cercan el pueblo. Este color es también el del adobe con el que están hechas casi todas las casas, lo que da al conjunto una gran armonía. El pueblo es muy apreciado por los visitantes, ya que se considera como uno de los sitios tradicionales mejores conservados del país. Después, el valle vuelve a transformarse en un cañón cada vez más estrecho entre paredes rocosas verticales. Pronto vemos el primer cementerio kirguiz. Un camposanto es fundamental en un país de nómadas, y es que para ellos las raíces no están en el pueblo de origen de los antepasados sino en el lugar donde están enterrados. Lo que explica que aquí los cementerios suelen ser monumentos espectaculares, con estelas funerarias muy costosas para el nivel de vida local. Los cementerios kirguises son por excelencia los depositarios de la memoria colectiva.
Una nueva subida espera por una horrible pista que parece reñida hasta con los todoterrenos. Lleva a un puerto a 3.400 metros desde donde se descubre de repente uno de los parajes más bellos de Kirguistán: allí abajo, a lo lejos, detrás de unas alfombras de flores amarillas donde pastan unos caballos salvajes, se vislumbran las aguas turquesas del lago Song-kul y su cintura de picos nevados. En sus orillas, a 3.000 metros de altura, suben en verano los pastores y, a pesar del frío, instalan sus yurtas para aprovechar los fértiles pastos de la zona. Allí nos espera Jukun. También su prolífica familia, sus caballos y su campamento de yurtas que se alcanza zigzagueando con el vehículo campo a través, en medio de los pastos de la ribera norte del lago. Dormir en el campamento permite aprender bastante respecto de la vida diaria de los kirguises: significa soportar un frío casi permanente, dormir encima de un colchón en el suelo (aunque el interior de las yurtas está decorado con mimo) y ver cómo los familiares de Jukun, después de ordeñar al rebaño, le dan sin parar a la manivela de una batidora para separar, explican, la leche de la nata.



El "Lago Caliente" de la ruta de seda
Para abandonar el lago Song-kul hace falta una nueva gymkhana entre vacas, burros y caballos: permite llegar al final de la orilla y cruzar otro puerto, el de Kalmyk, cuyo nombre recuerda a un pueblo mongol que luchó duramente contra los kirguises. Se llega así a Kochkor, donde vale la pena visitar el complejo instalado por una cooperativa de mujeres donde coexisten un museo de objetos antiguos kirguises, una tienda tradicional y un restaurante instalado (¡cómo no!) en yurtas. Es la última etapa antes de llegar, siempre subiendo y bajando pendientes, a otro lago. Y no a un lago cualquiera: con sus 6.280 km2, Issyk-kul es el mayor lago alpino del mundo tras el Titicaca. Su nombre significa “Lago caliente”, ya que, a pesar de estar a 1.620 metros de altura, nunca se hiela en invierno gracias a su sorprendente microclima. ¿Es este lago el que hizo del lugar una etapa mítica de la antigua Ruta de la Seda, cuando las caravanas descansaban en sus orillas tras las duras etapas montañosas? ¿Es este también el que atraía en masa a los turistas rusos en la época de la URSS, y a los de las repúblicas vecinas estos últimos años?
Rocas de formas fantasmagóricas
A pesar del atractivo del lago, su orilla sur sigue siendo bastante salvaje y, hasta hora, casi inmune a la urbanización. Su gran interés son los espectaculares cañones que configuran los ríos que aquí desembocan. Como el de Skakza, donde las rocas petrificadas hechas de arcilla ocre y rojiza componen unas espectaculares formas fantasmagóricas. O, más al este, el de Djety Oguz, un nombre que significa “Siete toros” y que alude a la enorme formación rocosa, como arrugada, que marca la entrada del paraje. Aquí el turismo (esencialmente nacional) parece más implantado: son múltiples las yurtas donde se vende kumis y yogurt, o donde se ofrece alojamiento, mientras unos chicos piden dinero para dejar a los visitantes fotografiarse con las rapaces que llevan agarradas al brazo (la cetrería es muy popular por estos lares).
Cerca de la extremidad oriental del lago, la pequeña ciudad de Karakol, con sus 75.000 habitantes,es una de las más visitadas por los viajeros aventureros. Con sus coquetas casitas de madera, tiene un ambiente casi siberiano. Y es que de tierras rusas venían los emigrantes que la fundaron, como puesto militar avanzado, hacia mediados del siglo XIX: era la época del Gran Juego, como se dio a llamar la lucha de influencia entre Londres y Moscú en Asia Central. Aparte de las inevitables estatuas de Lenin y de algunos héroes comunistas locales en actitud marcial, la ciudad atesora algunos de los monumentos históricos más interesantes de un país donde no abundan. Como la iglesia ortodoxa de la Santísima Trinidad: a la vez imponente y sencilla, con sus cinco cúpulas verdes, fue construida a finales del siglo XIX totalmente en madera finamente tallada. Los soviéticos la transformaron en gimnasio antes de devolverla al culto en 1965. Siempre hay algún fiel rezando con fervor en su interior ante el icono que representa a la muy venerada Virgen de Tijvina, que tiene una especial fama taumatúrgica.



El gran viajero Przhevalski
También de madera (y sin un solo clavo, dice la leyenda) está hecha la mezquita cercana, minarete incluido, aunque su aspecto de pagoda tibetana desconcierta al visitante, y es que la construyeron sobre 1910 los dungan, una comunidad china convertida al islam que tuvo que exiliarse para evitar la persecución religiosa, aunque se quedó fiel a las tradiciones arquitectónicas de su lugar de origen. El imán, el barbudo Naser, recuerda que la mezquita fue cerrada por el régimen comunista hasta que Stalin decidió su reapertura en los años 40: Moscú buscaba entonces el apoyo de los musulmanes de Asia Central en su lucha contra el nazismo.
En las afueras de Karakol, cerca de la orilla del lago, se encuentra un museo dedicado al más famoso explorador de la zona: Nikolái Przhevalski. Este coloso de 2,10 metros y 150 kilos, con aspecto clavado al de Stalin, era ante todo un militar (llegó a coronel) al servicio del régimen zarista. Pero también un geógrafo y un espíritu curioso que multiplicó los estudios sobre la gente y la naturaleza durante los cinco viajes que realizó, a partir de 1867 y patrocinado por la Sociedad Geográfica Rusa, por toda Asia Central. Murió de tifus a los 49 años cerca de Karakol sin poder hacer realidad su gran sueño: alcanzar Lhasa, la mítica capital tibetana. Debajo de un monumento en forma de pico montañoso está su tumba, con una simple mención que seguramente le habría gustado:Przhevalski, viajero.
Centro apreciado por los esquiadores y los senderistas, Karakol es también el punto de partida ideal para visitar las espectaculares montañas cercanas a la frontera china. Por ejemplo, siguiendo la pista que lleva a Inylchek, pueblo minero hoy casi abandonado. El viaje constituye un perfecto compendio de la orografía kirguiz: primero un fértil valle a orillas del lago, después un paisaje alpino verdoso de tipo suizo, antes de subir a un collado en medio de un paisaje cada vez más árido, donde lo mineral se sustituye progresivamente por lo vegetal. Y, tras la subida, al empezar la bajada uno se ve de repente inmerso en toda la majestuosidad de Kirguistán: cercado por una pared de picos nevados, el valle alberga amplios pastos de un verde intenso donde grandes manadas de caballos en libertad, inmensos rebaños de ovejas y algún que otro yak pastan juntos. Destacan las manchas blancas de unas pocas yurtas: en una de ellas, una familia se afana esquilando ovejas y está encantada de interrumpir la faena para invitar al inesperado visitante a tomar té en el interior.



La epopeya de Manas
Es habitual en las fiestas sociales y celebraciones de Kirguistán ver aparecer de repente un artista bigotudo que recita y canta versos, sin acompañamiento musical, en medio del respeto general. El intérprete se llama manashi, y la obra, Manas. Es un enorme texto de carácter mítico y épico que narra las aventuras bélicas de este héroe legendario, cuyas batallas contribuyeron a forjar la consciencia nacional. Consta de tres partes con las hazañas de Manas, su hijo Semetei y su nieto Seitek, que luchan sucesivamente contra las invasiones extranjeras, especialmente uigures. Se inscribe en la línea de las grandes epopeyas, como el Mahabharata o La Odisea, aunque Manas, con sus 500.000 líneas, puede reivindicar probablemente el récord mundial. Se ignora cuándo vivió Manas y cuándo se compuso la epopeya, que durante siglos se transmitió entre generaciones de manera exclusivamente oral. Hasta que un manaschi, Sayakbay Karalaev, publicara en los años 40 del siglo XX la primera versión escrita de esta monumental obra. No hay duda de que Manas constituye la joya de la cultura popular kirguiz y su memoria colectiva.




Artículo de Thierry Maliniak (Revista Viajar)