La vida no es fácil en Kirguistán, país montañoso de Asia central, sin salida al mar, que comparte fronteras con China, Kazajastán, Tayikistán y Uzbekistán. Por eso su gente es muy especial y atractiva de conocer, tanto la de la capital, Bishkek, como, sobre todo, la de las estepas, los nómadas que viven en yurtas y montan caballos salvajes.
Desembarcar en la capital no es la mejor
manera de descubrir de entrada el alma del país. Bishkek parece un pueblo rural
donde se mezclan viejas casuchas destartaladas, monótonos y uniformes bloques
de pisos grises y oxidados armazones industriales. Solo contrasta el centro,
baluarte de la impronta soviética: a orillas de sus avenidas demasiado anchas
abundan los monumentos de heroicos combatientes de la causa y las estatuas
marciales de los próceres del socialismo, incluyendo al propio Lenin. Pero
recorrer este barrio artificial permite observar ya una característica propia de los kirguises: el sentido del término medio. Así, los que
querían derrumbar la estatua de Lenin, que reinaba en la plaza principal, y los
que se oponían llegaron a un acuerdo salomónico: trasladar la estatua de la
discordia a una plaza más pequeña. Igual con el Museo Histórico, inicialmente
destinado por los soviéticos a retratar la historia del comunismo con una
profusión de fotos, artículos y ejemplares de prensa. Todo se ha mantenido tal
cual en la primera planta… pero las nuevas autoridades han añadido una segunda
que relata la historia del país desde el siglo III antes de Cristo, en la época
de sus primeros moradores, los escitas. Y es que el debate sobre el pasado
comunista no parece provocar aquí las mismas pasiones excluyentes que en otras ex
repúblicas soviéticas: Kirguistán buscó el
apoyo ruso para protegerse de sus vecinos inmediatos más poderosos. Y no es
inusual ver a sus habitantes echar de menos la época de la URSS, cuando los
kirguises tenían la sensación de pertenecer a una entidad con peso
internacional… y recursos para mejorar sus infraestructuras.
Pero volvamos al presente y hagamos como
los habitantes de Bishkek: cuando se aproxima el verano, huyen los fines de
semana del calor sofocante de la ciudad para refugiarse en las alturas
cercanas. ¡Por fin las montañas kirguises! Por ejemplo, las del cercano Parque
Nacional de Ala-Archa. Detrás de los enormes abetos se perfilan ya los primeros
de estos picos nevados que abundan en toda la geografía nacional. Aquí vienen
las familias con los niños a disfrutar de una barbacoa. Un grupo de viejitos,
varios con el cónico y blanco sombrero kirguiz, canta y baila al sonido de un
acordeón. No tardan en invitar al extranjerou a juntarse a la fiesta y a
tomarse unos vodkas rusos en su yurta. Yurta: ¡la palabra más repetida! ¡El
alma del pueblo kirguiz! Por más que se empiecen a convertir a la vida
sedentaria, los habitantes de este país
tienen el nomadismo anclado en sus genes. Gran parte de ellos
siguen pasando los veranos en sus yurtas vagabundeando de pasto en pasto. Si se
construyen una casa, no dejarán de instalar una yurta en el patio. Y cuando
muere un kirguiz, su cadáver pasará 24 horas (a pesar de los preceptos
coránicos) en su yurta antes de ser enterrado. Es habitual, por lo demás, ver
armazones de yurtas en los cementerios como monumentos funerarios.
Montañas y caballos
Apenas sale el viajero por la ruta que
lleva al sur de Bishkek y se encuentra ya inmerso en el Kirguistán profundo:
serpentea por un cañón cada vez más estrecho en medio de montañas multicolores,
de enormes rebaños de ovejas y de manadas de caballos salvajes. Una subida cada
vez más vertiginosa lleva al túnel de Töö-Ashuu, que permite evitar un puerto
de 3.500 metros de altura cerrado en invierno. Difícil no parar arriba para
contemplar la sinfonía de verdes del valle de Suusamyr: lo saben los vendedores
que instalaron allí su inevitable yurta para vender queso y kumis, una especie
de kéfir que constituye casi la bebida nacional. El valle se abre tras la
bajada y se llega, a 1.800 metros, al pueblo de Kyzyl-Oi, un nombre que significa “cuenca roja” y que alude al sorprendente color, casi reluciente, de las montañas que
cercan el pueblo. Este color es también el del adobe con el
que están hechas casi todas las casas, lo que da al conjunto una gran armonía.
El pueblo es muy apreciado por los visitantes, ya que se considera como uno de
los sitios tradicionales mejores conservados del país. Después, el valle vuelve
a transformarse en un cañón cada vez más estrecho entre paredes rocosas
verticales. Pronto vemos el primer cementerio kirguiz. Un camposanto es
fundamental en un país de nómadas, y es que para ellos las raíces no están en
el pueblo de origen de los antepasados sino en el lugar donde están enterrados.
Lo que explica que aquí los
cementerios suelen ser monumentos espectaculares, con estelas
funerarias muy costosas para el nivel de vida local. Los cementerios kirguises
son por excelencia los depositarios de la memoria colectiva.
Una nueva subida espera por una horrible
pista que parece reñida hasta con los todoterrenos. Lleva a un puerto a 3.400
metros desde donde se descubre de repente uno de los parajes más bellos de
Kirguistán: allí abajo, a lo lejos, detrás de unas alfombras de flores
amarillas donde pastan unos caballos salvajes, se vislumbran las aguas
turquesas del lago Song-kul y su cintura de picos nevados. En sus orillas, a
3.000 metros de altura, suben en verano los pastores y, a pesar del frío, instalan
sus yurtas para aprovechar los fértiles pastos de la zona. Allí nos espera
Jukun. También su prolífica familia, sus caballos y su campamento de yurtas que
se alcanza zigzagueando con el vehículo campo a través, en medio de los pastos
de la ribera norte del lago. Dormir
en el campamento permite aprender bastante respecto de la vida diaria de los
kirguises: significa soportar un frío casi permanente, dormir encima de
un colchón en el suelo (aunque el interior de las yurtas está decorado con
mimo) y ver cómo los familiares de Jukun, después de ordeñar al rebaño, le dan
sin parar a la manivela de una batidora para separar, explican, la leche de la
nata.
El "Lago Caliente" de la
ruta de seda
Para abandonar el lago Song-kul hace falta
una nueva gymkhana entre vacas, burros y caballos: permite llegar al final de
la orilla y cruzar otro puerto, el de Kalmyk, cuyo nombre recuerda a un pueblo
mongol que luchó duramente contra los kirguises. Se llega así a Kochkor, donde
vale la pena visitar el complejo instalado por una cooperativa de mujeres donde
coexisten un museo de objetos antiguos kirguises, una tienda tradicional y un
restaurante instalado (¡cómo no!) en yurtas. Es la última etapa antes de llegar,
siempre subiendo y bajando pendientes, a otro lago. Y no a un lago cualquiera:
con sus 6.280 km2, Issyk-kul es el
mayor lago alpino del mundo tras el Titicaca. Su nombre significa “Lago caliente”, ya que, a pesar de
estar a 1.620 metros de altura, nunca se hiela en invierno gracias a su
sorprendente microclima. ¿Es este lago el que hizo del lugar una etapa mítica
de la antigua Ruta de la Seda, cuando las caravanas descansaban en sus orillas
tras las duras etapas montañosas? ¿Es este también el que atraía en masa a los
turistas rusos en la época de la URSS, y a los de las repúblicas vecinas estos
últimos años?
Rocas de formas
fantasmagóricas
A pesar del atractivo del lago, su orilla sur sigue siendo bastante
salvaje y, hasta hora, casi inmune a la urbanización. Su gran interés son
los espectaculares cañones que configuran los ríos que aquí desembocan. Como el
de Skakza, donde las rocas petrificadas hechas de arcilla ocre y rojiza
componen unas espectaculares formas fantasmagóricas. O, más al este, el de Djety
Oguz, un nombre que significa “Siete toros” y que alude a la
enorme formación rocosa, como arrugada, que marca la entrada del paraje. Aquí
el turismo (esencialmente nacional) parece más implantado: son múltiples las
yurtas donde se vende kumis y yogurt, o donde se ofrece alojamiento, mientras
unos chicos piden dinero para dejar a los visitantes fotografiarse con las
rapaces que llevan agarradas al brazo (la cetrería es muy popular por estos
lares).
Cerca de la extremidad oriental del lago, la pequeña ciudad de Karakol, con sus 75.000
habitantes,es una de las más visitadas
por los viajeros aventureros. Con sus coquetas casitas de madera, tiene
un ambiente casi siberiano. Y es que de tierras rusas venían los emigrantes que
la fundaron, como puesto militar avanzado, hacia mediados del siglo XIX: era la
época del Gran Juego, como se dio a llamar la lucha de influencia entre Londres
y Moscú en Asia Central. Aparte de las inevitables estatuas de Lenin y de
algunos héroes comunistas locales en actitud marcial, la ciudad atesora algunos de los monumentos
históricos más interesantes de un país donde no abundan. Como la iglesia
ortodoxa de la Santísima Trinidad: a la vez imponente y sencilla, con sus cinco
cúpulas verdes, fue construida a finales del siglo XIX totalmente en madera
finamente tallada. Los soviéticos la transformaron en gimnasio antes de
devolverla al culto en 1965. Siempre hay algún fiel rezando con fervor en su
interior ante el icono que representa a la muy venerada Virgen de Tijvina, que
tiene una especial fama taumatúrgica.
El gran viajero Przhevalski
También de madera (y sin un solo clavo,
dice la leyenda) está hecha la mezquita cercana, minarete incluido, aunque su
aspecto de pagoda tibetana desconcierta al visitante, y es que la construyeron
sobre 1910 los dungan, una comunidad china convertida al islam que tuvo que
exiliarse para evitar la persecución religiosa, aunque se quedó fiel a las
tradiciones arquitectónicas de su lugar de origen. El imán, el barbudo Naser,
recuerda que la mezquita fue cerrada por el régimen comunista hasta que Stalin
decidió su reapertura en los años 40: Moscú buscaba entonces el apoyo de los
musulmanes de Asia Central en su lucha contra el nazismo.
En las afueras de Karakol, cerca de la
orilla del lago, se encuentra un museo dedicado al más famoso explorador de la
zona: Nikolái Przhevalski.
Este coloso de 2,10 metros y 150 kilos, con aspecto clavado al de Stalin, era
ante todo un militar (llegó a coronel) al servicio del régimen zarista. Pero
también un geógrafo y un espíritu curioso que multiplicó los estudios sobre la
gente y la naturaleza durante los cinco viajes que realizó, a
partir de 1867 y patrocinado por la Sociedad Geográfica Rusa, por toda Asia
Central. Murió de tifus a los 49 años cerca de Karakol sin poder hacer realidad su gran sueño: alcanzar Lhasa, la mítica capital tibetana. Debajo de un
monumento en forma de pico montañoso está su tumba, con una simple mención que
seguramente le habría gustado:Przhevalski,
viajero.
Centro apreciado por los esquiadores y los
senderistas, Karakol es también el punto
de partida ideal para visitar las espectaculares montañas cercanas a la
frontera china. Por ejemplo, siguiendo la pista que lleva a Inylchek,
pueblo minero hoy casi abandonado. El viaje constituye un perfecto compendio de
la orografía kirguiz: primero un fértil valle a orillas del lago, después un
paisaje alpino verdoso de tipo suizo, antes de subir a un collado en medio de
un paisaje cada vez más árido, donde lo mineral se sustituye progresivamente
por lo vegetal. Y, tras la subida, al empezar la bajada uno se ve de repente
inmerso en toda la majestuosidad de Kirguistán: cercado por una pared de picos
nevados, el valle alberga amplios pastos de un verde intenso donde grandes
manadas de caballos en libertad, inmensos rebaños de ovejas y algún que otro
yak pastan juntos. Destacan las manchas blancas de unas pocas yurtas: en una de
ellas, una familia se afana esquilando ovejas y está encantada de interrumpir
la faena para invitar al inesperado visitante a tomar té en el interior.
La epopeya de Manas
Es habitual en las fiestas sociales y
celebraciones de Kirguistán ver aparecer de repente un artista bigotudo que recita y canta versos, sin acompañamiento
musical, en medio del
respeto general. El intérprete se llama manashi, y la obra, Manas. Es un enorme
texto de carácter mítico y épico que narra las aventuras bélicas de este héroe
legendario, cuyas batallas contribuyeron a forjar la consciencia nacional.
Consta de tres partes con las hazañas de Manas, su hijo Semetei y su nieto
Seitek, que luchan sucesivamente contra las invasiones extranjeras,
especialmente uigures. Se inscribe en la línea de las grandes epopeyas, como el Mahabharata o La Odisea, aunque Manas, con
sus 500.000 líneas, puede reivindicar probablemente el récord mundial. Se
ignora cuándo vivió Manas y cuándo se compuso la epopeya, que durante siglos se
transmitió entre generaciones de manera exclusivamente oral. Hasta que un
manaschi, Sayakbay Karalaev, publicara en los años 40 del siglo XX la primera
versión escrita de esta monumental obra. No hay duda de que Manas constituye la
joya de la cultura popular kirguiz y su memoria colectiva.
Artículo de Thierry Maliniak (Revista Viajar)
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